El Lobo me mira, enarca
una de sus oscuras cejas, resguardado, sabiéndose seguro, tras uno de los enormes
obstáculos que nos separan. El lobo me observa con sus ojos del color del ámbar,
tintados por esa característica expresión entre amenazadora y curiosa. Me ha
estado vigilando, caminar entre la gente, fingiendo no percibir que él estaba ahí, detrás de mí, a sólo unos pasos, tan cerca que casi podía
sentir el calor de su aliento.
El Lobo, como buen lobo,
sabe lo que quiere y no suele andarse con rodeos. Se acerca a su presa,
despliega sus artes y espera que caiga rendida a sus pies, es cuestión de
encanto personal, de carisma, y nadie sabe hacerlo como él.
Pero lo que el Lobo no
sabe es que no se ha tropezado con una Caperucita cualquiera. Esta Caperucita
sabe defenderse, guarda unas poderosas armas bajo el sayo escarlata, y a sus
espaldas ya cuenta con un par de lobos como desayuno, sin demasiado resquemor.
El Lobo se acerca, se
muestra ante mí en todo su esplendor, en toda su magnífica corpulencia. Su
sonrisa es realmente cautivadora, deslumbrante y pícara, e irremediablemente un
nada comedido rubor colorea mis mejillas. Casi puedo percibir el aroma a
almizcle de su piel oscura, pero me mantengo en mi posición, aguardándole. Da
un paso más. Que comience el baile...
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