La soledad se había ceñido entorno a
él como una amalgama espesa, adhiriéndose lentamente a cada célula, a cada
poro. Penetrando hasta la esencia misma de su ser, convirtiéndose en parte de
su bioquímica molecular, de su propio ADN, por particular y extraño que fuera éste.
A sus más de cuatrocientos años
rodando por vasto mundo apenas creía que pudiese a hallar algo que llegase a
sorprender al antiguo Mago. Él, poderoso señor de uno de los conocimientos más supremos y ancestrales, tan
temido por unos como venerado por otros, el arte de la nigromancia, la magia de
los muertos.
Pero el individuo de piel caliente
que habitaba dentro del mago, ese cuyo corazón latía en el pecho bajo la
suave piel azulada, había sido sorprendido, por primera vez en siglos. Jamás
imaginó albergar un sentimiento semejante al que había brotado en su interior hacia
cualquier ser, vivo o muerto sobre la tierra. Un sentimiento que le había llevado
a derribar en un solo instante las barreras construidas durante siglos, esas
que debían proteger su vivaz corazón híbrido.
Y ella lo había conseguido, sin
proponérselo siquiera, sin siquiera pretenderlo y casi sin darse cuenta.
Aquella joven, Anna, una muchacha menuda de cabello castaño y brillantes ojos
verdes, aparentemente tan similar al
resto de humanos y tan distinta a su vez. Tan particular como él mismo.
Con su mera existencia, le había
hecho sentirse… menos solo.
Pero a la vez le había llevado a desarrollar un
sentimiento irracional de compromiso, y porqué negárselo, de preocupación
constante a cerca de su frágil vida mitad humana.
Por eso cuando el túnel; un túnel
largo y profundamente vacío extendido a su derredor, la antesala que
acompañaba a cada revelación adivinatoria, le sacudió en la cama, durante el sueño, su
primer pensamiento fue para ella.
Y efectivamente, tras aquel gran
agujero negro aparecía Anna. El delicado rostro de la joven a la que
consideraba ya parte de su vida, aquella a la que había despedido tan sólo unos
días antes rumbo a su hogar.
En la imagen vislumbraba unas luces
potentes, similares a las producidas por unos focos de gran energía hacia los
que Anna caminaba deslumbrada, como una liebre en mitad de la carretera. Veía, cuales fogonazos de luz estroboscópica cómo
la muchacha hablaba con alguien, alguien a quien él no alcanzaba vislumbrar. Lo cual
le produjo una inevitable desazón interior.
Sabía que había alguien tirado en el
suelo, un humano, y que sangraba, aunque a penas consiguiese atisbar su silueta…
La conversación con quien fuera que estuviese oculto por las sombras tensaba el rostro de la muchacha, acrecentando automáticamente su
propio malestar.
De pronto un movimiento sobrenatural entraba a
escena, un vampiro, debía ser uno de aquellos malditos no-muertos, no cabía
duda por su velocidad.
No podía ver entonces a Anna pero la sensación era de peligro y una gran
angustia embargó su pecho, tensando todos y cada uno de sus atléticos
músculos. Y Cyrus Van der
Waals el famoso nigromante, despertó.
Revolviéndose, empapado en sudor en
el lecho de cálidas sábanas de algodón egipicio, en mitad del confortable
dormitorio de su poderosa mansión escocesa. Pasó una mano por la frente que recorrió
la pelada cabellera mientras su pecho se agitaba como el de un corredor de maratón
en plena carrera.
Miró el despertador, apenas restaban
un par de horas para el alba. Quizá se trataba de una ensoñación, sin más, en
ocasiones sus visiones se veían seriamente alteradas por multitud de factores,
incluida una mala digestión, los temidos recuerdos acerca de su infancia o una
noticia lo suficientemente importante… Pero de pronto su teléfono móvil comenzó
a sonar, vibrando, danzando en un soniquete ensordecedor, iluminándose entre las sombras, y sin
necesidad de mirarlo supo quién le llamaba.
- Majestad
– dijo haciendo brotar palabras de una garganta seca cual estéril desierto.
- Buenas
noches, Cyrus – advirtió Martin Robinson, el rey vampiro de gran Bretaña, con
la voz ligeramente urgida de quien tiene una necesidad impostergable, demostrándole
que no se había equivocado -. Ha desaparecido, llevo toda la noche llamándola y
no consigo hablar con ella – reveló el joven rey, confirmando sus temores y Cyrus
sintió que algo se le quebraba dentro. Se tomó un segundo para reponerse y así
poder articular palabra.
- Ahora
mismo me pongo en marcha, majestad – respondió con la mente ya ocupada en
organizar su partida.
- Cyrus,
encuéntrala, por favor – rogó el joven monarca en un tono que en poco o nada
correspondía a un rey vampiro, menos aun cuando se refería a la vida de una
simple mortal, de una simple humana.
- Lo haré, majestad, puede estar seguro de ello – afirmó colgando el aparato,
incorporándose de un salto de la cama, dispuesto a partir en su busca, en busca
de Anna, en aquel preciso instante.